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lunes, 31 de marzo de 2014

"Los inmigrantes", de Manuel Rivas



           

         No llegan ya los dedos de las manos para contar los muertos en la valla fronteriza del Tarajal de Ceuta y es probable que haya más víctimas en el cementerio de lo invisible. Mientras se producía la tragedia en las alambradas del Sur, se reunían en Cracovia los ministros de Interior de los seis países más poderosos de la Unión Europea. El de España, entre ellos. Leo y releo el despacho de agencia que da cuenta de los resultados de la cita, convocada para reforzar las fronteras europeas, "con el objetivo de mejorar la lucha contra el terrorismo internacional, la inmigración irregular y la delincuencia organizada". No acabo de entender qué pinta ahí la inmigración, emparedada entre el terrorismo y la delincuencia. No es un detalle formal, de redacción de la noticia. Las declaraciones de los ministros van en esa línea, metiendo todo en un mismo saco. Lo único que tiene en común un inmigrante con un terrorista o un mafioso es el ser tratado, cada vez más, como un asunto de policía. La inmigración no es el problema. El problema está en la política mugrienta que ofrece a la opinión malhumorada un churrasco de miedo con la especie picante de una "avalancha" africana. El miedo de verdad es el menú que come el inmigrante. Esas personas no pueden seguir siendo tratadas como alimañas al acecho. Muchas ya están marcadas por las cicatrices de las concertinas que coronan la empalizada. Para el Imperio Romano, Júpiter Término era el dios de las fronteras al que se rendía culto con sangre. La Unión Europea es la principal vendedora de armas a los países africanos y muchos inmigrantes huyen de regímenes o de facciones que utilizan esas armas. Mientras, se han eliminado gran parte de los proyectos de cooperación. Los inmigrantes no son un peligro. En su maleta vacía traen la materia prima que más necesita Europa: agallas y esperanza.

Manuel Rivas, El País, 8 de febrero de 2014




jueves, 6 de marzo de 2014

"Su alteza real", de Juan José Millás



            Lo peor de la infanta Cristina no es que haya olvidado que era dueña de una S.L. tóxica, lo peor es que no se acuerda de quién es ella y, sobre todo, de quiénes somos nosotros. A ver, nosotros somos los que pagamos, por ejemplo, los recibos de los escoltas que en el descanso de las comparecencias le van a comprar un bocadillo. Nosotros la hemos llevado a los mejores colegios y nos hemos ocupado de que su infancia transcurriera en un entorno seguro e idílico: a dos pasos del centro Madrid, como el que dice, pero en medio de la naturaleza. No tenía el metro a la puerta porque disponía siempre de un automóvil excelentemente dotado, cortesía también del pueblo, con un chófer que la llevaba y la traía. Nosotros nos hemos hecho cargo de sus gastos y de los de toda la familia, le hemos regalado prácticamente el palacio de Marivent, donde, si ella quiere, podría hacer noche entre comparecencia y comparecencia.

            Gracias a esos desvelos, de mayor obtuvo un buen trabajo en una empresa solvente. Un trabajo en el que dice: Me conviene ir a Suiza, y la destinan a Suiza sin mayores papeleos, sin que intervengan en el traslado el jefe de Recursos Humanos o el responsable de Personal, sin que los sindicatos digan esta boca es mía. Un trabajo al que acude cuando le da la gana sin que la llamen al orden. Quizá ni siquiera le descuentan del sueldo los días que no va por esto o por lo otro. No nos importa mucho, en fin, que no se acuerde de las clases de flamenco o de salsa pagadas con dinero público: bagatelas, comparadas con lo que llevamos invertido en su formación. Pero nos duele que no se haya enterado todavía de quiénes somos nosotros, usted y yo, que no tenga ni idea de con quién habla cuando se dirige al juez que nos representa y que está intentando reparar las ofensas de que hemos sido víctimas por parte de su alteza real.



Juan José Millás, El País, 14 de febrero de 2014

martes, 4 de marzo de 2014

"Beethoven contra el crimen", de Agustí Fancelli



            El diario StartTribune de Minneapolis informaba hace unos días de una singular iniciativa puesta en marcha el verano pasado en la estación de ferrocarril de Lake Street: programar música clásica por megafonía para combatir la mala vida que allí se daba cita y de la que habían alertado los vecinos. Tras leer el titular, me excité de inmediato con este nuevo poder benéfico de la obra de los grandes maestros que desconocía y recordé que ya Alessandro Baricco, en un ensayo publicado hace unos años, había ponderado las extraordinarias virtudes de este tipo de música en las vacas de Wisconsin, las cuales aumentaban considerablemente su producción de leche si en el establo les era dado escuchar las obras inmortales de Bach, Mozart o Beethoven, según había podido constatar un sesudo estudio científico.

            Pero leyendo el cuerpo de la noticia del diario de Minneapolis fui desengañándome tan pronto como me había exaltado el titular. Resulta que el experimento de la estación se basa en una teoría que nada tiene que ver con la bondad intrínseca del arte de los sonidos, sino con la idea bastante más ruin de que los malhechores habituales no la soportan y tienden a poner pies en polvorosa de allí donde la escuchan.

            Paparruchas, me dije. Pues bien, quizás no tanto. Otras ciudades, como Atlanta o Toronto, realizaron la misma prueba en lugares muy transitados, al parecer con buenos resultados. Una experiencia piloto similar fue realizada en 2003 en algunas estaciones del metro de Londres, y los informes posteriores constataron que los robos habían descendido un tercio y los actos de vandalismo un 37%, en un periodo de 18 meses. Según algunos analistas, la razón de este cambio de comportamiento se hallaría en una inversión de la “teoría de las ventanas rotas” que formuló el sociólogo urbano George L. Kelling, según la cual una ventana rota y no reparada en un edificio actúa como reclamo para que otros bárbaros acudan a romper las ventanas todavía intactas y a partir de ahí a practicar todo tipo de desmanes en una vertiginosa espiral de incivilización. Por movimiento contrario, el orden que inspiraría, por poner el ejemplo mayor, la Novena de Beethoven tendería a actuar como elemento disuasorio en este tipo individuos descentrados. Eso, claro, si se prescinde de La naranja mecánica, donde Anthony Burgess (en la novela) y Stanley Kubrick (en la película) preconizaban justo lo opuesto: la inmortal página del maestro de Bonn inducía a la siniestra banda a cometer sus peores fechorías…

            Sea como fuere, la culta medida adoptada en Minneapolis forma parte de un conjunto de iniciativas que pretenden hacer de su estación de trenes un lugar más vivible y seguro. Entre estas medidas se encuentra mejorar la iluminación, instalar cámaras de seguridad y aumentar la presencia policial, especialmente al atardecer. Que todo ello se produzca acompañado por buena música, no se sabe con certeza qué efectos puede tener, pero es seguro que mejora el humor de los viajeros. Y si encima ahuyenta a carteristas, violadores y otros psicópatas, entonces miel sobre hojuelas.



Agustí Fancelli, El País.com, 21 de febrero de 2012